LA GENERACIÓN DECAPITADA
Los hombres que conformaron la generación decapitada fueron los quiteños Humberto Fierro y Arturo Borja; y los guayaquileños Ernesto Noboa y Caamaño y Medardo Ángel Silva. Como parte de las ironías de la vida, el bautizo de la agrupación fue años después de sus muertes. Como influencia principal, bastión de estos hombres de letras, nos encontramos con el gran poeta Rubén Darío. El nicaragüense, quien fuera considerado el padre del modernismo literario latinoamericano, fue uno de los tizones que encendió la llama de las letras en los corazones de estos cuatro hombres. Dos detalles importantes que influyeron grandemente en la vida de estos hombres fueron el desamor y el abuso del opio. Esta intensa mezcla causaba fosos letrados profundos en los que las letras emergían una tras otra, dando origen a su poesía. Al leerles, es posible sentir esa aura pesada de desgano, de tristeza perenne.
Medardo Ángel Silva
Era originario de Guayaquil. Nació en 1898,
un 8 de junio. Su vida estuvo marcada la pobreza; esta generó un sentimiento
propio de rechazo y oprobio, a pesar de poseer un talento inmenso para las
letras.
Por dificultades económicas debió abandonar
sus estudios en el Colegio Vicente Rocafuerte. Eso no impidió que siguiera
escribiendo y que su poesía, a tan temprana edad, fuera reconocida a nivel
nacional e internacional.
Para ayudarse y colaborar con la familia,
entró a trabajar a una imprenta. Estar trabajando allí le facilitó en 1918 la
publicación de su primer y único libro de poemas: El árbol del bien y el mal.
Un año después de publicar su libro, el poeta
tomó la cruenta decisión de acabar con su vida en frente de su amada. Según
cuentan, era un amor no correspondido. Su poesía está marcada por ese aire
melancólico y con una sabiduría que no correspondía con su edad.
Cuando de nuestro amor la llama apasionada,
dentro de tu pecho amante contemples extinguida,
ya que sólo por ti la vida me es amada,
el día en que me faltes me arrancaré la vida.
Porque mi pensamiento lleno de este cariño,
que en una hora feliz me hiciera esclavo tuyo,
lejos de tus pupilas es triste como un niño,
que se duerme soñando en tu acento de arrullo.
Para envolverte en besos quisiera ser el viento,
y quisiera ser todo lo que tu mano toca;
ser tu sonrisa, ser hasta tu mismo aliento,
para poder estar más cerca de tu boca.
Vivo de tu palabra y eternamente espero,
llamarte mía como quien espera un tesoro.
Lejos de ti comprendo lo mucho que te quiero,
y besando tus cartas ingenuamente lloro.
Perdona que no tenga palabras con que pueda,
decirte la inefable pasión que me devora;
para expresar mi amor solamente me queda,
rasgarme el pecho, Amada, y en tus manos de seda,
dejar mi palpitante corazón que te adora.
A mi amada...
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